Nadie le creyó. Una mañana me dejó un recado en el contestador automático, despidiéndose, y se mató con gas. Yo escuche ese mensaje varias veces: nunca había oído una voz más tranquila, más conforme con su propio destino. Decía que no era feliz no infeliz, y que por eso no aguantaba más.
Veronika sintió compasión por aquella mujer que contaba la historia y que parecía intentar comprender la muerte de la tía. ¿Como juzgar, en un mundo donde se intenta sobrevivir a cualquier precio, a aquellas personas que deciden morir?
Nadie puede juzgar. Sólo uno sabe la dimensión de su propio sufrimiento, o de la ausencia total de sentido de su vida. Veronika quería explicar eso, pero el tubo se su boca la hizo atragantarse, y la mujer vino en su auxilio.
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